In questo articolo propongo un’interpretazione del rapporto autore-lettore che traspare nei prologhi di alcuni tomi del Teatro crítico universal. È patente che l’allocutore e l’interlocutore sono intrappolati, metaforicamente, in una ragnatela che si forma all’interno del testo, nella quale si sfidano a duello. Da una parte, Feijoo, mediante la sua opera –e quindi con la sua retorica– lotta contro il lettore con lo scopo di annientare gli errori comuni, cercando di introdurre un progresso a livello nazionale; dall’altra, il destinatario, che potrebbe essere concepito come la metafora della Spagna, rifiuta il sapere feijoniano e, di conseguenza, rimane vincolato alla sfera delle false credenze.
En este artículo me propongo interpretar la relación autor-lector que trasluce en los prólogos de algunos tomos del Teatro crítico universal. Es evidente que emisor e interlocutor están atrapados, metafóricamente, en una telaraña que se forma a nivel del tejido textual, en la que se desafían a duelo. Por un lado, Feijoo, mediante su producto literario –y por ende con su retórica– lucha contra el lector con el objetivo de destruir los errores comunes, tratando de introducir un progreso nacional; por otro, el receptor, que se podría identificar como metáfora de España, recela todo tipo de innovación y sigue situándose en la esfera de las falsas creencias.
En la producción literaria del Padre Feijoo destacan dos colecciones de ensayos, esto es, el Teatro crítico universal[1], que consta de ocho volúmenes redactados entre 1726 y 1740, y los cinco tomos de las Cartas eruditas y curiosas[2], cuya redacción ocupó dieciocho años, 1742-1760. Antes de centrarme en las tácticas argumentativas, y concretamente en la relación de desafío entre autor-lector que es evidente en algunos discursos del TCU, quiero aclarar las dudas que desde hace tiempo se insinuaron a propósito del género de las ya mencionadas obras feijonianas. Tanto el TCU como las CEC se pueden clasificar como auténticas misceláneas, dado que en ambas colecciones el Benedectino trata temas muy variados que se refieren a cualquier tipo de disciplina: literatura, historia, creencias populares, ciencia, filosofía, religión, política y sociedad, etc. para citar las más relevantes. Precisamente en el prólogo al lector del primer tomo del TCU Feijoo, a la hora de presentar las peculiaridades de su obra maestra, escribe:
Debo no obstante satisfacer algunos reparos, que naturalmente harás leyendo este tomo. El primero es, que no van los Discursos distribuidos por determinadas clases, siguiendo la serie de las facultades, o materias a que pertenecen. [...] estoy más inclinado a dividirlos en varios tomos, porque con eso tenga cada uno más apacible variedad. De suerte, que cada tomo, bien que en el designio de impugnar errores comunes uniforme, en cuanto a las materias, parecerá un riguroso misceláneo. El objeto formal será siempre uno. Los materiales precisamente han de ser muy diversos (TCU, Prólogo al lector, I).
Cabe señalar el carácter mixto de la obra, ya que los discursos están organizados «sin orden ni regla» (Mexía 1989: 162), como diría el humanista Pedro Mexía, precursor del género misceláneo en España tras la publicación de su Silva de varia lección[3]. Pues, precisamente como en la Silva, los ensayos del TCU no respetan una jerarquía, un hilo lógico ni tampoco temático. De hecho, si consultaramos la tabla de contenidos, notaríamos una total confusión, es decir, una gran variedad temática, creada adrede para que el lector no se aburra durante el placer de la lectura.
La estructura y la organización interna de las dos colecciones es imprescindible para determinar el objetivo que Feijoo quiere alcanzar mediante la publicación de sus ingentes obras, es decir, luchar contra los errores comunes y las supersticiones arraigadas aún en la sociedad de las primeras décadas de la Ilustración:
Lector mío, seas quien fueres, no te espero muy propicio, porque siendo verosímil que estés preocupado de muchas de las opiniones comunes, que impugno; y no debiendo yo confiar tanto, ni en mi persuasiva, ni en tu docilidad, que pueda prometerme conquistar luego tu asenso, ¿qué sucederá, sino que firme en tus antiguos dictámenes condenes como inicuas mis decisiones? [...] (TCU, Prólogo al lector, I)
Maravall (1981: 175) considera que la empresa intelectual que Padre Feijoo quiere llevar a cabo está dirigida a un:
público culto, de tipo medio, para rectificar ideas o informaciones que ya no son más que errores heredados y darles a conocer el nivel de materias científicas o filosóficas que a diario manejan, sin propio sentido crítico, quizás sin advertir siquiera que son nociones que proceden de un estadio determinado de la ciencia.
Juan Marichal (1951: 317) ha notado que los errores comunes desempeñan “el mismo papel que las «soñadas invenciones» en la imaginación de Don Quijote”. Feijoo, en su intramundo, erige unos molinos de viento para luchar en vano contra ellos y “los crea para poder cumplir su misión de Desengañador” (Avalle-Arce, 1956: 400). Además, como ha observado López Marichal (1951: 317):
El móvil literario real de Feijoo no es tanto desengañar a los españoles como explayar su personalidad por el vasto campo de los Errores Comunes. [...] Su fantasía quizá, pero más aún su afán por realzar su personalidad, se recreaba con todas las creencias absurdas que él atribuía al pueblo español, pero que muchas veces sólo existían en los libros. Feijoo vió quijotescamente muchos gigantes donde no los había para poder proyectar sobre el fondo de sus sombras amenazadoras la grandiosidad señorial de su figura de Desengañador de las Españas.
Los enemigos del Padre Feijoo no son sólo los errores comunes, sino también el retraso cultural que se sufría en España a principios del siglo XVIII, lo cual conllevó una parálisis en el proceso de crecimiento económico y social del País. De ahí que el blanco sea principalmente una Nación extremadamente tradicionalista, que recela cada tipo de innovación científica y un progreso a nivel nacional (Maravall, 1981: 179).
Por lo tanto, me parece evidente la actitud luchadora y agresiva del Benedectino, muy similar a la de los conquistadores, como efectivamente sugiere Marichal (1951: 314): “la grandiosidad de su impulso es muy semejante, en magnitud ambiciosa, a la de un conquistador de nuevas tierras. Él mismo se equipara a los conquistadores hispánicos [...]”. De hecho, si los conquistadores lidiaban para conquistar nuevos territorios, Feijoo lucha intelectualmente para apoderarse del seso de la población española. Nótese, por tanto, el fuerte espíritu nacionalista que lo empuja a introducir un progreso cultural, aunque contra la voluntad de la mayor parte de los intelectuales de la época.
Para Feijoo la lucha contra las falsas creencias es una empresa que se proyecta hacia el futuro[4], como él mismo declara en la dedicatoria a María Bárbara de Portugal al principio del tomo IV de las CEC:
Pues no podían mirar mi empresa sino como extremadamente ardua, extraordinaria, peligrosa. Combatir errores envejecidos es lidiar con unos tan raros monstruos que, en vez de debilitarlos la senectud, les aumenta el vigor. [...] ¡Oh, cuántos sarcasmos me atrajo esta noble empresa! (CEC, IV, dedicatoria).
Nótese, en este fragmento, una evidente falta de humildad y sobre todo un irreprimible afán de conquista. Pues, no hace falta afirmar que la “misión” cultural que Padre Feijoo trata de cumplir tiene como finalidad la de “conquistar” a los individuos que perpetúan en el error, que todavía encarnan falsas creencias y supersticiones; de este modo sería posible alcanzar una verdad objetiva y absoluta a través de la racionalidad, objetivo primordial que se propusieron los ilustrados. Sin duda alguna, la estrategia indispensable para llevar a cabo satisfactoriamente este arduo proceso intelectual es el empleo de técnicas expositivo-argumentativas que impliquen totalmente el interlocutor y lo envuelvan en la telaraña del tejido textual. Por ende, Feijoo escribe la obra en castellano tanto para “nacionalizar” la cultura hispánica, como para dirigirse a un público variado –por lo que se refiere al ámbito social– y sobre todo muy amplio:
Harásme también cargo, por qué, habiendo de tocar muchas cosas facultativas, escribo en el idioma Castellano. Bastaríame por respuesta el decir, que para escribir en el idioma nativo no se ha menester más razón, que no tener alguna para hacer lo contrario (TCU, I, prólogo al lector).
Es necesario poner de relieve que Feijoo muestra una verdadera competencia sintáctico-oracional, sin embargo sobre todo lingüística. Es cierto que, desde el punto de vista estilístico, recurre a simples y triviales metáforas y alegorías, “intentando llegar a todo el mundo, intentando no salirse de ese lenguaje nacional” (Díaz Castañón, 1981: 278). Entre el amplio caudal de recursos retóricos que enriquecen las páginas de las dos colecciones, cabe destacar el paralelismo que se configura como vehículo expresivo que abunda en la prosa feijoniana, puesto que “si el ensayo carece de prueba” (Díaz Castañón, 1981: 283), el Benedectino siempre busca una analogía, una demostración, “y el paralelismo con imagen o sin ella se pone a su servicio” (Díaz Castañón, 1981: 283-284). Con lo cual Feijoo refuerza su argumentación y la comprueba “científicamente” mediante analogías que definiría encadenadas, visto que se suceden la una tras la otra. Al fin y al cabo, nótense las tácticas expositivo-argumetativas adoptadas para que el texto sea más eficaz, pero sobre todo funcional al objetivo que el ensayista intenta llevar a cabo. Un ejemplo muy claro lo podemos identificar en las CEC:
Poco, o ningún comento es menester para demostrar cuán justo viene todo este texto a lo que pasa en materia de Crítica en España. Hay una, u otra Estrella luminosa, que según el caudal de luz, que tiene, ilustra la Región baja del Vulgo, desterrando las sombras de sus errores. Pero para cada Estrella luminosa hay veinte, treinta, cincuenta, ciento de las tenebrosas, que al punto salen a obscurecer lo que aquellas han iluminado. Y hay Estrellas tenebrosas de diferentes tamaños (CEC, II, XVIII).
En este fragmento Feijoo emplea metáforas que “se unen en tirada alegórica” (Díaz Castañón, 1981: 280), a través de las cuales aclara su voluntad de arrancar los errores comunes que seguían apoderándose de la sociedad española de su época. Mediante esta técnica surge el oxímoron luz/oscuridad: la luz exhalada por las estrellas, es decir el lumen de la razón, irradia al vulgo “desterrando las sombras de sus errores” (CEC, II, XVIII); en cambio, la oscuridad simboliza la ignorancia del pueblo. He notado que la “misión” que Feijoo quiere cumplir es muy semejante a la que propuso el poeta romántico francés Victor Hugo un siglo más tarde, según el cual el poeta, “pareil aux prophètes” (Hugo, 1950: 81):
Il rayonne! il jette sa flamme
Sur l’éternelle vérité!
Il la fait resplendir pour l’âme
D’une merveilleuse clarté!
Antes de desentrañar la compleja e intricada relación entre emisor y receptor, es de fundamental importancia reflexionar sobre la tipología de interlocutor hacia quien se dirige el Benedectino. Hay que afirmar que este último usa repetidamente el término “vulgo” a la hora de referirse a su hipotético lector. Si en el siglo XVI –y más en general en el Siglo de Oro– esta palabra solía indentificar los estamentos sociales bajos y humildes, en el Siglo de las Luces se produce un cambio semántico que podemos captar precisamente en la prosa feijoniana: “No me acuerdo qué sabio compara el vulgo a la luna, a razón de su inconstancia. También tenía lugar la comparación porque jamás resplandece con luz propia” (TCU, I, prólogo). Es cierto que ya a principios de la Ilustración se valoriza una “unificación” social, mejor dicho, desde el punto de vista sociológico el término “vulgo” no sólo designa a los plebeyos, sino también a los intelectuales y a las clases sociales altas (Bahner, 1968: 90-91):
Ni debajo del nombre de errores comunes quiero significar, que los que impugno sean trascendentes a todos los hombres. Bástame para darles ese nombre, que estén admitidos en el común del Vulgo, o tengan entre los Literatos más que ordinario séquito (TCU, I, prólogo).
Bahner (1968: 91) señala que “el término de vulgo se refiere a la generalidad de la gente”, de manera que ya no existe una acepción despectiva del término en cuestión.
Como había comentado antes, el objetivo de Feijoo es demostrar a los españoles el engaño producido por las supersticiones aún vinculadas al contexto social. Sin embargo, intenta educar a la sociedad basándose en un nuevo esquema de valores ideológicos: “Su tarea de «desengañador» no consiste sólo en demostrar la inutilidad de las supersticiones u otras creencias y usos atrasados, sino también en inculcar a sus lectores un nuevo sentido de los valores” (Ciplijauskaité, 1972: 99). Es consciente de que hay que introducir en España un plan de reformas para superar la condición de total retraso que afecta tanto al País como a la población y, por consiguiente, poner en marcha un proceso de modernización cultural, política y social. Pues, como constata Ciplijauskaité (1972: 112), el Benedectino quiere inculcar una nueva ideología desterrando las falsas creencias populares, y por esa razón se dirige de modo despiadado hacia su lector, frente al que se muestra “intencionalmente polémico y devastador de los principios generales de la sociedad y busca un receptor que lo lea «problematizando» la realidad” (Arenas Cruz, 1997: 414). Lo que realmente Feijoo pide a su interlocutor es que distinga con racionalidad los elementos ficcionales y los reales que forman parte de la realidad que le rodea y que ponga en tela de juicio todo lo que carece de prueba y autoridad. Y además, penetra en la personalidad del destinatario porque “indaga en la psicología del posible receptor” (Arenas Cruz, 1997: 414) a fin de debilitar sus certezas y su visión del mundo, así que cumple un proceso de convicción dirigido al interlocutor. De hecho, a través del ensayo, concebido como un vehículo de ideas que trata de “fijar su identidad entre lo rigurosamente científico y el predominio de lo estético” (Álvarez, 2007: 40), Feijoo no sólo propone argumentaciones muy variadas desde el punto de vista del contenido, sino que convence al lector –mediante una retórica infalible– a adquirir una nueva visión del mundo centrada en una realidad objetiva, es decir, indiscutible.
Entre las líneas de los prólogos al lector del TCU, salta a la vista un recurso metafórico que no se puede descuidar, que he querido etiquetar la metáfora del duelo. Los dos contendientes, que inevitablemente tendrán que desafiarse en este arduo reto, son el emisor y el receptor: el primero, es decir Feijoo, valíendose de sus ensayos y su retórica, intenta luchar contra los errores comunes; el segundo, el destinatario, actúa de manera tradicionalista y rechaza cada tipo de innovación ideológica, y por eso sigue perpetuando, quizás inconscientemente, en el error. El lector es el reflejo de España, una España que está involucrada en un proceso de decadencia cultural, política y social, una Nación que está perdiendo su hegemonía. Analicemos, ahora, la metáfora.
Ya al principio del prólogo al lector del primer tomo del TCU, Padre Feijoo se dirige a su interlocutor con un tono vehemente y amenazador: “[...] y no debiendo yo confiar tanto, ni en mi persuasiva, ni en tu docilidad, que pueda prometerme conquistar luego tu asenso, ¿qué sucederá, sino que firme en tus antiguos dictámenes condenes como inicuas mis decisiones?” (TCU, I, prólogo).
Pocas líneas después el reto autor-lector queda mucho más patente, en particular cuando el Benedectino manifiesta su desdén al receptor: “Trata mis opiniones de descaminadas, por peregrinas; y convengámonos los dos en que tú me tengas a mí por extravagante, y yo a ti por rudo” (TCU, I, prólogo). Si al comienzo del prólogo se ha dirigido a un lector cualquiera, “Lector mío, seas quien fueres, […]” (TCU, I, prólogo), ahora, en cambio, traza el perfil de tres distintos lectores modelos contra quienes arremeter:
Si nada te hiciere fuerza, y te obstinares a ser constante sectario de la voz del Pueblo, sigue norabuena su rumbo. Si eres discreto, no tendré contigo querella alguna, porque serás benigno, y reprobarás el dictamen, sin maltratar al Autor. Pero si fueres necio, no puede faltarte la calidad de inexorable (TCU, I, prólogo).
El primero se caracteriza por su excesiva porfía por creer en las supersticiones, y si después de haber leído el primer volumen de la obra sigue perpetuando en el error, la única solución es que pise el mismo camino y quede involucrado en la esfera de las falsas creencias. El segundo lector manifiesta una buena cualidad, esto es, la discreción, que le permitirá identificar los errores comunes, y enseguida los rechazará sin criticar al autor; de este modo emisor y receptor no tendrán que desafiarse a duelo. El último se designa como ignorante y según Feijoo se trata de un lector que siempre permanecerá en la ignorancia de la que nunca podrá huir. Por tanto, podemos notar que el primero y el tercero se configuran como los enemigos contra quienes el Benedectino luchará intelectualmente.
Sin embargo, como ya había anticipado, la metáfora del duelo no sólo queda evidente en el prólogo del primer tomo, sino que la volvemos a captar en los prólogos de los siguientes volúmenes, en particular en el cuarto:
Todos los Escritores dirigen sus Prólogos al amigo Lector, y así lo hice yo hasta aquí. Ahora quiero, contra la práctica común, hablar contigo, Lector enemigo, por más que tu mala voluntad me haya desmerecido esta atención. Y para que me lo estimes más, te certifico que no te miro con ojos airados, antes bien compasivos. Duélome, cierto, de las graves melancolías que padeces de cuatro años a esta parte, al ver que tus continuas murmuraciones no estorban el curso a mis Escritos (TCU, IV, prólogo).
Si al principio el reto ha sido lanzado por Feijoo, ahora la situación se ha volcado completamente, en el sentido de que se han invertido los papeles, lo cual significa que es el lector quien ataca al benedectino, y esta “lucha” intelectual –como declara el mismo Feijoo– continúa interminablemente desde hace cuatro años. No cabe duda de que con esta afirmación el ensayista se refiere a las críticas que recibió tras la publicación de los primeros tres tomos del TCU[5].
En los prólogos de los demás tomos Feijoo entabla un diálogo áspero y formal con su hipotético receptor, un diálogo que se convierte en duelo, el cual acaba de manera ambigua, quizás sin un verdadero vencedor, porque, seguramente, el benedectino dio un fuerte input al reformismo moderado, el cual se introducirá sólo después de unas décadas tras la publicación del TCU.
Conclusiones
Con respecto a otras obras literarias, en las que autor y lector cooperan para ir construyendo un universo literario y metaliterario, Feijoo representa un ideal clásico, según el que el autor se configura como “padre” y creador absoluto de su producto literario. De hecho, como se ha visto, el benedectino exige inculcar en su receptor tanto su bagaje cultural, sus conocimientos –aparentemente infalibles– como una nueva ideología fundada en la racionalidad, la cual a su vez deriva de los primeros descubrimientos científicos. Esta exigencia que Feijoo exhibe tan claramente se convierte en un diálogo áspero y desdeñoso entre autor y lector, quienes –metafóricamente– quedan atrapados en una telaraña en la que acaban retando a duelo. Por un lado, Feijoo lucha contra las falsas creencias que todavía seguían agolpándose en la mente del vulgo; por otro, el lector rechaza cada tipo de innovación cultural y de esta manera perpetúa en el error. A este propósito, podríamos afirmar que el lector es la metáfora de España, una España demasiado tradicionalista y en plena decadencia. De ahí que Feijoo actúe con desdén hacia su interlocutor, visto que su intento es poner en marcha un “regeneracionismo” moderado para mejorar la situación cultural y social en España, cuyo retraso iba amenazando desde hace décadas la estabilidad económica del País. Aunque el Padre benedectino fue el blanco de muchas críticas, hay que reconocerlo como hombre de acción intelectual que dio un fuerte empujo a las instituciones de la época para que introdujeran un plan de reformas.
Notas:
[1] A partir de este momento citaré la obra TCU.
[2] A partir de este momento citaré la obra CEC.
[3] Avalle-Arce (1956: 400) define la miscelánea de Pedro Mexía como un “verdadero Teatro acrítico del siglo XVI” porque el objetivo del humanista no era el de destruir el amplio caudal de las falsas creencias que circulaban en la época áurea –aunque a veces las pone en tela de juicio– sino que quería deleitar al lector con temas amenos y curiosos, sin embargo recayendo en los que Feijoo llamará errores comunes. De ahí que Mexía anticipe la tarea que el ensayista dirigirá con mucha más concienciación a partir de 1726.
[4] Ángel-Raimundo Fernández González (17: 2011) afirma que el benedectino “desea actuar sobre el presente para lograr un futuro. Fue hombre de acción intelectual.”
[5] Ángel-Raimundo Fernández González (2011: 42) escribe que “la actitud combativa de Feijoo, su excesivo puntillismo en ocasiones, también favorecieron el tono desmesurado de tales discusiones”. Efectivamente, muchos de sus contemporáneos pusieron en tela de juicio sus conocimientos. A este propósito se me ocurre mencionar a Salvador José Mañer, que en 1729 publicó el Anti Theatro Crítico, obra en la que reinterpreta algunos discursos de los primeros dos tomos del TCU. Dos años más tarde Mañer imprimió la segunda parte del Anti Theatro, donde vuelve a escribir algunos ensayos del tercer tomo de la colección feijoniana. El fraile franciscano Manuel Fernández Sidrón –o Cidrón– criticó duramente la Carta apologética de Feijoo defendiendo las profecías de Francisco de Paula, de Malaquías y los oráculos de las Sibilas, que Padre Feijoo consideraba inverosímiles (Ruano, 1981: 219). Sin embargo, hay que destacar otras polémicas mucho más ásperas, como por ejemplo, la que se produjo con Soto y Marne. Éste, entre 1748 y 1749, publicó en Salamanca Las reflexiones crítico-apologéticas sobre las obras de Feijoo, dos volúmenes en que el autor no sólo denuncia los errores que surgen en los discursos científicos feijonianos, sino que “lo tildaba de hereje y atacaba su persona” (Fernández González, 2011: 43).
Bibliografía
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